Voltea la cara entonces el gato a la pared, y descubre frenético que la ventana ya no existe. Movió sus patas hacia el andén y esperó la llegada del ferrocarril a las tres de la tarde, envoscado por la curiosidad y un espejito cerca de la máquina de bebidas. Se subió al asiento de bromo y esperó la siguiente parada; algún día llegaría a Londres y visitaría la fuga de su lucidez.
Tomó con su patita una limonada y limpió sus bigotes relamiéndose la cara. Era ciertamente un gatito adorable, amigo de las guacamayas, los coyotes, las abuelas y el aire de la campiña, aunque era caprichoso; le gustaba tener su ventana siempre al lado de la lámpara, y cuando se daba a la fuga era una cosa de locos.
Mañana sería el día en que encontrara su ventana y el precipicio cerca del estero, podría acontecer un milagro después de bajarse del tren; no es sólo un minino aquel animal felpudo, era verdaderamente un dios. O seguramente un gato con suerte, quién sabe: no todos los días se encuentra una ventana tres días después de extraviada.