jueves, 18 de septiembre de 2008

Dërium Zefaris



La luna alumbraba tenuemente sus cabezas, y en el horizonte, un lucero caía en la tierra moribundo, perdiendo gradualmente su luz como una belleza efímera. Los árboles atestiguan concerniente a esa velada idílica que extasió con tantas palabras perpetuas que sus ramas de milenarias épocas dirigieron la melodía sutil de un amor que vivía, que florecía gentil y sumiso observando un reflejo azul en el cielo, que descendía gradualmente hasta descansar en su lecho. Su mano estaba fría, pero el calor tenue de la otra rodeándola con sus dedos le brindaba espasmos de calidez tierna, y aún más las miradas que chispeaban amor profundo, y que se perdían en el claro del bosque en el cual una ves danzaron macabras melodías, y que ahora los convocaba para sellar aquellos sentires que atravesaban sus almas con dulces llagas y profundas esperanzas de una vida entera juntos, sin magias ni sortilegios que separen sus cuerpos jamás. -Estoy enfermo - Dijo Aladro observando el dulce semblante de su amada Ophelia que le observaba a los ojos con un destello de ternura. -y no creo que tenga una cura. -¿Qué dices? - interrogó la muchacha mientras alzaba una de sus manos para acariciar la mejilla tersa y pálida de su eterno amor. -¿Una enfermedad?, ¿acaso es incurable? - Sólo tú podrías hallar una cura a esta enfermedad que consume mis intestinos... tú y sólo tú. - Sólo yo... - Bajó su mirada casi al instante con una tristeza que gobernaba su sonrisa infinitamente bella y que ahora de desdibujaba, para dar paso a una mueca ciega de congoja. Aladro concibió al silencio su minuto de presencia, dándole al tiempo una metamorfosis que alargó los segundos e interrumpió las frases que expirarían los labios de alguno de los dos. Un hondo suspirar nació y expulso la joven taciturna, al momento que cerraba los ojos cubriéndose con el velo de almendra que otorgaban sus cabellos. - Muero... -atrevió a decir Aladro tomando por el mentón a su doncella y así, levantando su rostro. - Muero porque pasan horas extensas y eternas jornadas sin encandilarme con tu mirada de ángel. La joven abrió los ojos lentamente y su mirada se desplegó hasta poseer el alma de su amado. El azul profundo de sus ojos habló por ella. No eran necesarias las palabras para tal confesión que llenaba de emoción su alma, y aún más, que atestiguaba certeramente que él, aquel joven que un día regreso de la guerra con el alma trizada, encontraría una cura en ella, sólo en ella. - ¿Cómo, entonces, podría curar tu enfermedad? -Susurró con los labios entreabiertos Ophelia, casi a punto de romper en sollozos pues su voz se quebraba sutilmente al momento que sus manos eran tomadas por las de Aladro. - Con un beso, sólo con un beso. - Sentenció él con una leve sonrisa dibujada en sus labios. La luz de la luna descendió hasta ellos por un sendero que otorgó el lago azul que detrás de ellos reposaba, y los árboles cubrían su secreto con celosas ansias, pues era de los dos, sólo de esos dos seres la noche, nadie más podría arrebatarles la luna, ni el cielo oscuro, ni los luceros que fugaces desaparecían en el horizonte. Era su instante, su confesión, su unión infinita. Ophelia dejó salir de sus ojos un par de lágrimas que se durmieron en sus mejillas, y Aladro presuroso las limpió. "No llores..." tiernamente le dijo a su hermosa mujer al tiempo que ésta le rodeaba con sus brazos. El recepcionó en su cuerpo el calor que ella le brindaba en ese abrazo que llenó su alma, acariciándole sus suaves cabellos y deslizando sus manos por la espalda y cintura que cubría el vestido verde pantano de su amada. - Si esa es tu cura, con gusto te la daré- dijo ella levantando el rostro. Aladro la observaba con sus orbes verdes, y en sus mejillas nació un leve color carmín que enterneció su semblante. Abandonando sus cabellos, una de sus manos se acercó al rostro de Ophelia, acariciando su mejilla, sus labios, su cuello... - Tú puedes curarme... - dijo con una voz casi apagada en el éxtasis de un futuro beso. - Te curaré... - Concluyó ella, volviendo a cerrar los ojos y entregándose al dulce y embriagador sabor de aquellos labios que cerca de los suyos estaban. Se unieron sus bocas y almas sellando así un amor que al fin era libre de tribulaciones. Los brazos de ella rodeaban el cuello de Aladro, mientras que él atrapaba la cintura estrecha de la joven maga, apegándose más sus cuerpos físicos, así como también sus cuerpos espirituales. La luna alumbró con una azulada luz a ellos dos, y en el lago se reflejaban sus dos siluetas unidas. Pareciera que el universo coaccionaba para que su velada fuera perfecta, y así deseaban ellos que aconteciera, pues pronto volverían a la guerra y tal ves, sin que Aladaria lo quisiera, no volverían a encontrarse nunca más. Así sellaron para siempre una promesa que susurraba sus amores, sus deseos, sus más profundos sentimientos. La noche cayó de lleno y les cubrió sus desnudos cuerpos hasta que el amanecer nació. Ophelia obsequió a su amado miles de mariposas azules que rodearon sus cuerpos, acrecentando la belleza perfecta que ocultaba el secreto de aquellos dos enamorados. No sabían con certeza si un encuentro de esos volvería a efectuarse, pero era lo que más anhelaban. Desde que sus miradas se cruzaron aquella noche de fiesta, jamás volvieron a vivir sin el otro. Se amaron intensamente durante segundos perdidos y horas eternas, y las luces de la gloria descendieron hasta ellos para que se amaran más, mucho más. El bosque guardó sus suspiros hasta las eternidades, y el cielo que con sus astros sonrieron por tales caricias, por tal amor que sin duda, infinito será.

1 comentario:

Bernaux dijo...

Nunca hace falta un poco de romanticismo, ¿no?